No no hay

No hay

15/12/10

Hada


Ya se había levantado unas horas antes. Vio a las nubes por la ventana del comedor, ellas marchaban rápido, apelotonándose, oscureciéndose, preparándose para caer. Entró al baño, luego de mear se miro en el espejo, tenia ojeras profundas. No había sido un buen año, se acercaban las fiestas y él apenas si tenía claro que haría el año próximo. Juntó las manos para tomar agua y volvió a mirarse. No podría precisar si es que realmente pensó algo al mirarse, apenas entendía la imagen en el espejo, hizo el ademán de mojarse la cara, pero dejo caer el agua antes de que sus manos llegaran a su rostro, solo humedeció con sus dedos bajo sus ojos. Volvió a su cama. Ahí dormía el pequeño gato negro. Luego de tanta soledad, la criatura se estaba convirtiendo en alguna especie de perfecto suplemento afectivo, a él en su vampírico afán de soledades oscuras, el gato le parecía como una fuente de la que beber vida. Ese ostracismo mental, esa soledad forzada por el silencio que sostenía obstinado, lo tenía asustado durante las últimas semanas. No llevaba una vida de monje, simplemente le parecía estar perdiendo la claridad, por eso se alejaba, buscándose. Para ver.
La luz ya penetraba con autoridad en la pieza, el día anterior había sido caluroso y húmedo por lo que el chaparrón era inminente, el ventilador aun estaba encendido, la ventana todavía estaba abierta, y una música llena de bajos y tambores sonaba despacio en el equipo. Por supuesto él no tenia idea de ello, su paseo al baño había sido un acto de total inercia, sonambulismo, instinto o como quiera llamársele. Ahí tirado en su cama otra vez, un par de ideas coherentes se le cruzaron por la cabeza. Por el paseo apurado de sus vecinos, calculaba que serian cerca de las ocho, todavía le quedaban horas de sueño. A decir verdad, las que quisiera. Con un brazo se tapaba la cara mientras que el otro, al lado de la pared le rodeaba la cabeza por arriba. El gatito sin abrir los ojos, se levantaba ronroneando de su lugar para acomodarse entre sus piernas otra vez. A él también le quedaban unas horas de sueño, antes de levantarse a jugar. A eso de las doce cambia de posición, se rasca los ojos, están pesados, le pican un poco. Por alguna extraña razón, en esa ciudad llena de plantas su antigua alergia se había transformado en un fantasma, que aun así lo penaba de tanto en tanto. El cielo grita ronco, más bien como un rugido. Una lluvia rotunda cae afuera. Una gota se cuela por la ventana y navega sobre la brisa del ventilador hasta su mejilla. Esa sensación de humedad, aquel levísimo estimulo desencadena los recuerdos, se desata contra su cabeza, un mar de colores-sonidos-olores-texturas-sabores, todo junto, pero no. Hay una calle, en su sueño.
De eso esta seguro.
Junto a la calle un edificio enorme, blanco y deshabitado de humanos, como un viejo hospital abandonado. De alguna forma visitó su techo, donde se juntaba una costra de mierda de paloma y otras aves, desde ahí mismo podía divisarse el particular horizonte de aquella lejana ciudad abandonada. Probablemente dejada ahí tras alguna guerra, o una terrible epidemia.
Unos álamos gigantescos se alzaban junto al hospital, viejos álamos. El edificio que posee arquitectura posterior a la segunda guerra, esta invadida por la vegetación. La ciudad en realidad esta invadida por la naturaleza.
Abrió los ojos en su cama, tirado sobre su izquierda, mirando la pared escucha como el gato juega.
Y el sueño lo derrota por tercera vez.
Vamos- es un amigo, un buen amigo. Le hace señas con la mano, parece ser que mientras estuvo despierto la calle se llenó de gente. Varios traen madera desde el bosque, mientras los demás ordenan el sitio o charlan despreocupados. Él se incorpora y asume su papel en el organismo, ayuda a encender la fogata, amasa pan, mueve troncos para sentarse y botellas para beber.
¿Quien podría ser ella? Va saltando alegre hacia la pira, vestida de danzantes telas de múltiples colores, él tiene las manos ataviadas con ramas pequeñas para encender el fuego, ella va sonriendo de manera natural y tranquila, como cantando para sí misma. Tiene el pelo castaño muy brillante, tomado con un ancho cintillo verde, ligeramente ondulado y de longitud media, es decir solo un poco más abajo de sus desnudos hombros. Tiene la frente amplia, los ojos grandes y la nariz pequeña, un rostro en realidad perfectamente armonioso, tal vez no se podría decir que sea una mujer hermosa, pero ¿que mujer no es hermosa?, y a él... le parece en ese momento, la más hermosa. Él llega al costado de la pira, ella también, ahí se reúne la gente, que se va sentando entorno a la fogata que se va a encender. En tan solo unos metros, ella ha cambiado sus formas. Él deja la leña, y se voltea para buscar a su amigo, para encontrar un lugar, lamentablemente para él lejos de ella.
La noche cae, el fuego se enciende, el vino corre, los tambores suenan, y las voces cantan. Él no entiende el motivo de la fiesta, se siente quizás fuera de lugar, pero finge. O eso le parece que hace. Lentamente durante las siguientes horas, se va acercando a ella, casi sin pensarlo, como en un acto obligado por la inconsciencia y el instinto. Al fin se encuentran, su amigo (probablemente la proyección de alguna otra cosa) se la presenta. Con una sonrisa, él responde al saludo de ella con su mano. Es simplemente encantadora, al fin encaja, entonces esta en el lugar correcto. Aunque no sea capaz de observar el futuro, y aunque no pueda verla con claridad, sabe que es ella. Todo eso en una fracción de segundo, rápidamente los sentimientos recorren su cuerpo, el delirio de los químicos invadiéndolo. Entonces se da cuenta que la mano derecha de ella, esta firmemente agarrada a la mano izquierda de un hombre, no puede dejar de mirar el lazo. ¿Es un hombre o una mujer grande y peluda? Él siente vergüenza y la ignora, sin dejar de mirarles, la curiosidad infinita y en un instante soluciona sus dudas. El de la mano peluda tiene el cabello ondulado y negro, sonrisa grande y radiante, espalda ancha, es un tanto más alto que él. “Seguramente es bailarín” pensó. Luego lo vio saltando al compás de los tambores y confirmó entonces su sospecha. Y sintió celos, y se sintió estúpido, y se sintió enojado, y se sintió triste. Entonces entendió el sentido del festejo, comprendió. Sin sentirse todavía parte de ello, una alegría enorme lo abordo. Un sentimiento de despreocupación absoluta, un (en su opinión) puritano nihilismo babilónico. Aquella saludable orgía que exudaba, su piel y sus huesos, la única carne existente y el fornicio divinizado del únicamente propio paganismo, lo consumieron.
Y bailó, saltó, comió, gritó, bebió, fumó, lamió, besó, mordió, abrazó, lloró, corrió, cantó, rodó, escupió, voló, amó más que en cualquier otro momento de su vida y soñó todavía soñando. Se aprendió los nombres de la mitad de la multitud e invento la otra mitad de los nombres varias veces, le dio al menos un abrazo a cada persona en esa fiesta y seis a la mayoría, se hizo amigo de casi todos los presentes, dirigió más de algún brindis por cada uno y le juro amor eterno a por lo menos quince mujeres distintas a ella, a cada una de las cuales por supuesto amó. Y jamás mintió. Así la noche fue eterna, y la alegría infinita. Él bailó con ella, producto de un diabólico azar, solo una vez al final de la noche. Compartieron solo un par de tragos y algún brindis, cruzaron cinco o seis palabras, cada una de las cuales venia a lugar como un sincero acto de cortesía, pues allí nadie mentía, ni fingía, ni usaba ninguna clase de protocolo o forma previa. Cada vez que se encontraban, ella sonreía de manera única y sincera, él se alegraba enormemente y le sonreía a su vez, y aunque de nada tuvieron miedo, no fueron capaces si quiera de preguntar sus nombres. Aunque sus ojos no se mentían en decir que se deseaban, sus bocas y sus cuerpos no pudieron demasiado acercarse. Y así ella tomo nuevas formas, y se acerco cada vez más la probable verdad, y seguramente él también lo hizo. En ello fueron juntos descubriéndose, aunque con el paso de las miradas, el supo que ella se alejaba, que los anhelos no eran tales, y más bien tan solo lo imaginaba, dudó sobre lo mutuo, pues aun cuando -de alguna forma- sabía que soñaba, no podía conciliar a ella como propia, si no más bien otra, ajena a él mismo y su imaginación, solo pudo verle en realidad unas semanas más tarde. Cuando era la hora más oscura, de esa noche sin luna, de esa noche de estrellas, la gente ya estaba borracha en su mayoría, embriagados cantando y jugando, entregándose todos un poco, o todo. Muchos se hacían el amor entre los álamos, otros acompañaban con las palmas algunas guitarras que sonaban dispersas, los más perezosos dormían en el pasto o comían sentados en la cuneta, solo unos cuantos valientes enfiestados, no más de treinta, seguían bailando, cantando, fumando y bebiendo. Él la encontró a ella, sentada en la gran escalera del hospital, ella tenia un porro en la mano, y miraba las estrellas, sobre su falda reposaba la cabeza aquel otro que sin lugar a dudas dormía borracho, y él sin poder dejar de mirarla sintió aquel seco y siempre extraño arrepentimiento, postrero y a la vez en el preciso mismo instante que su indecisión, su debilidad, parecido a la frustración, en aquel frío, podríamos hablar de un miedo. Él, dolido y frustrado pero sin entenderse, se quedo hipnotizado mirando su ropa de colores, sus labios perfectos sobre el cigarrillo y su mirada perdida en alguna galaxia remota, quizás era que estaba recorriendo algún otro sueño, como recorren las aves la montaña. Era ella distinta, liso su cabello, con una cola y chaquilla, mucho más claro, prácticamente rubio. Y aunque en su rostro era distinta, el supo que era ella, eran sus ojos medio adormilados, y su sonrisa eterna perdida en el vacío. Ella de pronto dirigió su mirada indiscutiblemente hacia él, lo vio directo a los ojos, él que no tenia buena vista, aunque vio que ella lo observaba, no supo que ella lo miraba a los ojos, pero supo que eran suyos. Ella, quizás, adivinando su mala vista, o más probablemente igual de ciega que él, le hizo un gesto con la mano invitándolo a fumar. Así se conocieron en realidad, en el sueño. Lo primero que él supo fue que ella estaba más sobria que él, por sus gestos y apariencia. Él errático en sus ideas sonreía, monosilábico en el habla, trataba de reaccionar. Pero otro miedo, uno todavía más impreciso, indescriptible salvo en su raíz, nacido en su totalidad de la situación misma se apoderaba de él, ¿es que acaso podía despertar en realidad? ¿Volvería a verle?... o peor aun, el primitivo y abrumador miedo de la cercanía. No acabó de entenderlo, pues instintivamente asumió que debía actuar y vencer su miedo.
Tengo miedo- diría él en su oído, en otra oportunidad y sobre otro miedo.
¿Miedo de mí?- Pregunto ella, él tembló, se deshizo, y supo que no había vencido.
Mas esa noche -que fue antes y después- sobre las escaleras, las palabras se extendieron, se entrelazaron las ideas, se conformaron esas alianzas secretas entre mis ejércitos y los tuyos, esa verdad de lo nuestro nacida de un primordial amor, primitivo como la amistad. Allí se conformo aquel tercer individuo, aquel nosotros.
Así estuvieron los dos. Él estuvo hasta que ella decidió que era tarde para aquel otro. Y se lo llevo cerca del fuego para arrimarlo entre el resto de los durmientes, lo tapo con alguna de las verdes públicas mantas y volvió a subir la escalera hasta donde él la esperaba sentado. “Aquel otro es mi hermano” fue lo que él deseaba escuchar en ese momento, y el sentimiento nacido de ahí lo único que pudo sentir durante un buen rato, mas ella guardo silencio en todo momento, lo tomo de una mano y se lo llevo a caminar por el enorme pastizal que se extendía tras el hospital. Ahí se habían encendido otras fogatas, ahí se escuchaban las dulces voces susurrantes de los amantes, y el canto alegre a viva voz de los amigos. Con parsimoniosa lentitud, como en un ritual extraño, ella lo llevo hasta la oscuridad, más allá del cerco que había al final del gigantesco terreno, él supo que era ella la que él esperaba, pues cada vez que dudaba ella lo asesinaba con su voz deliciosa, sus escasas y fulminantes palabras, con el calor de su mano en la penumbra, con su risa cristalina en el silencio y los grillos del campo. Cuando el alba estaba cerca, el frío de la madrugada los juntó debajo de un árbol, ahí abrazados sus manos se buscaron, y tiritando terminaron de contarse sus secretos más profundos susurrándose con sus rostros muy juntos, como si quisieran besarse en la tibieza de sus bocas. Ella sentada en sus piernas, lo miro a los ojos un rato, que indescriptible sensación, luego acerco su boca al oído de él, su dulce voz, y cantó. Despacito cantó, alguna extranjera y delicada canción, hasta que él se quedo dormido.
Hasta que despertó. Y solo encontró al gato, que lloraba por salir al patio. Y solo encontró su silencio a las una de la tarde, un día de esos en los que nada tenia que hacer, un día obligado como tantos.
Varias semanas después, la volvió a ver por primera vez.